En la madrugada del sábado 26 de agosto murió Dámaso González (Albacete, 1948- Madrid, 2017), uno de los grandes del toreo. De manera casi repentina, víctima de una enfermedad traicionera que en apenas unas semanas desembocó en tan trágico final. Con la desaparición de Dámaso se dice adiós a una tauromaquia tan personal como rica en matices; tan puesta en entredicho en algunos momentos clave de su carrera como triunfal en todas las plazas del mundo. Dámaso fue un torero pasional y de raza, porque la pasión fue la que le llevó a dedicar toda su vida al toro, y la raza fue su principal arma -pero no la única, ni la más importante-, para alcanzar la condición de figura que le mantuvo en lo más alto desde 1969, año de su alternativa, hasta 1988, cuando decidió apartarse por vez primera.
Antes de esos casi veinte años, en los que toreó en todas las plazas de España, Francia, América y Portugal -menos conocido, pero de grandísimo recuerdo fue su paso por la plaza de Campo Pequeño, de Lisboa-, Dámaso nació a la Fiesta en las capeas. Allí forjó su camino. En ese duro e inhóspito mundo de los "capas", al que las escuelas taurinas fueron dejando en el olvido, Dámaso siempre rebuscó en su memoria para poner en orden las cosas. Ese no olvidarse de sus orígenes marcó su personalidad torera. También su manera de pasar en la vida, pues la humildad bien entendida, y el saberse grande sin ostentación, supusieron las otras columnas sobre las que asentó una vida truncada demasiado pronto.
En esas capeas se dejó ver Curro de Alba, sobrenombre con el que se anunció en sus principios, aunque pronto su nombre y su apellido se convirtieron en protagonistas. Barcelona, la ciudad más taurina, la que más toreros lanzó al mundo, fue una de las primeras en descubrir, y en disfrutar, a Dámaso. Lo hizo en los setenta, y también en los ochenta, década que el albaceteño inauguró cortando un rabo en la Monumental el 21 de septiembre de 1980 a un toro de Pérez Angoso. Los olés de esa tarde yacen tapados por el bochorno político y la congoja de ciertos taurinos. Y bien que sentía Dámaso ver cerrada la que había sido una de sus plazas.
La carrera del albaceteño, con su alternativa en junio de 1969, en Alicante, de manos de Miguelín, y con Paquirri de testigo, ante toros de Flores Cubero; y con la confirmación en Las Ventas en San Isidro de 1970, con El Viti y Miguel Márquez, en la lidia de toros de Galache, prosiguió su marcha triunfal casi desde el minuto uno, aunque no siempre, ni en todas sus etapas, consiguió el reconocimiento pleno de algunos críticos ni de ciertos sectores de afición, especialmente de Las Ventas. De hecho, Dámaso, junto a Paquirri, Capea y Manzanares fueron las cuatro figuras más contestadas, en algunos casos hasta ninguneadas, pero cuya victoria fue absoluta al conseguir la consagración definitiva por encima de modas y hasta de corrientes de opinión a la contra. Ninguna de esas cuatro tauromaquias tenía muchos lazos en común, pues cada una se asentó en valores estéticos y técnicos diferentes, pero las cuatro son fundamentales para entender el toreo que se impuso ante la llegada del toro del guarismo a comienzos de los setenta.