Un manjar de continuo quita el apetito.
El consejero y confesor del rey Enrique IV de Francia, amonestaba frecuentemente a su señor por las continuas infidelidades que cometía abandonando a la reina para ir a buscar amores fáciles en otras mujeres, algunas de baja condición.
Cansado el rey de sus consejos, le invitó a comer, ordenando que durante varios días seguidos le pusieran perdices.
Al cabo de algún tiempo observó el rey que el reverendo rechazaba el plato, y preguntándole la causa de su inapetencia, exclamó aquél: «Sire, toujours perdrix!…»
Y en una ocasión en que el consejero criticaba una de las libertades amorosas del rey, contestó Enrique IV: «Mona ami, toujours la reine!».